Ragtime: el pulso sincopado que anticipó al jazz


 

Antes de que el jazz se abriera paso en los salones, tugurios y escenarios de Norteamérica, una música “rota” —en el mejor sentido del término— ya vibraba en los dedos de los pianistas afroamericanos del sur de Estados Unidos. El ragtime, cuyo nombre deriva de “ragged time” (tiempo rasgado), hizo de la síncopa su bandera rítmica y sentó las bases para uno de los mayores movimientos musicales del siglo XX.

Surgido hacia 1890, en lugares como Sedalia, St. Louis o Missouri, el ragtime fue un terreno fértil donde se cruzaron dos herencias: la tradición afroamericana, con su vitalidad rítmica y percusiva, y la estructura formal de la música occidental. En sus inicios, músicos negros comenzaron a tocar melodías europeas en violines y banjos, introduciendo acentos desplazados y síncopas que convertían una marcha en algo nuevo, vibrante, casi subversivo. Aquello que en el cakewalk era danza burlona, en el ragtime se tornaba arquitectura musical: equilibrada, compleja, escrita, pero jamás rígida.

El ragtime encontró en el piano su instrumento predilecto. La mano izquierda, con su marcado pulso de bajos y acordes a contratiempo, sostenía una regularidad casi mecánica. Por encima, la mano derecha trazaba líneas melódicas sincopadas, escapando a los acentos tradicionales y generando una sensación de desplazamiento constante. Esta superposición de planos rítmicos no solo capturaba la atención del oyente, sino que desafiaba el orden del compás con acentos inesperados y frases modulantes.

Formalmente, el ragtime se organizaba en estructuras pluri-temáticas, con sucesiones de secciones de 16 compases —AABBACCDD, por ejemplo—, modulaciones características al trío en la subdominante, y un desarrollo más cercano a la música de salón europea que al improvisado jazz que vendría después. Aun así, esa escritura rigurosa —presente en partituras y rollos de pianola— no evitó que el ragtime floreciera en burdeles, tabernas y salones de baile, donde la energía del ritmo bastaba para poner a moverse a cualquiera.

Entre sus referentes, Scott Joplin se erige como figura esencial. Su Maple Leaf Rag no solo estableció un modelo estructural para el estilo, sino que demostró que la música afroamericana podía alcanzar niveles de refinamiento y popularidad inéditos hasta entonces. A él se sumaron nombres como James Scott y Joseph Lamb, completando lo que algunos han llamado la “santa trinidad” del ragtime.

Pero como todo ciclo musical, el del ragtime también conoció su declive. La muerte de Joplin, la irrupción del fonógrafo (que desplazó a la pianola), y sobre todo, el ascenso del jazz improvisado, marcaron el final de su época dorada. Sin embargo, su legado permanece intacto: fue el puente entre lo escrito y lo oral, entre la rigidez europea y la libertad afroamericana, entre la partitura y el swing.

Hoy, revisitar el ragtime no es solo un acto de nostalgia. Es un ejercicio de reconocimiento histórico. En esas partituras centenarias se encuentra una de las raíces fundacionales del jazz, un arte que transformó el siglo XX y aún resuena en nuestras músicas, nuestras culturas y nuestras historias compartidas.

Por Marcelo Luis Bettoni

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