“No More, My Lawd”: Henry Jimpson Wallace y el lamento eterno del sur profundo

 

 



En una vieja grabación de campo, entre el crujido del viento y el eco de las herramientas golpeando la tierra seca, una voz solitaria entona una plegaria que parece provenir de un abismo de sufrimiento:
“No more, my Lawd / No more, my Lawd / Lord, I’ll never turn back no more”.

Esa voz pertenece a Henry Jimpson Wallace, un nombre que apenas figura en los registros oficiales, pero cuya interpretación quedó inmortalizada en los archivos de la historia sonora afroamericana. Su versión de “No More, My Lawd” forma parte de las grabaciones realizadas por Alan Lomax, el incansable etnomusicólogo que, desde la década de 1930, documentó los cantos de presos en las cárceles del sur de Estados Unidos. Estos no eran simplemente cánticos espirituales: eran canciones de trabajo, de resistencia, de denuncia y de fe.

Wallace, como tantos otros, era un prisionero forzado a realizar trabajos manuales en condiciones que rozaban la esclavitud. Las canciones eran su única forma de liberar el alma. En su voz no hay arreglo ni ornamento. Hay una verdad brutal, desnuda. El espiritual que canta no es solo un himno religioso; es también una crónica viviente de la opresión racial, un testimonio del sistema penitenciario que, tras la abolición de la esclavitud, perpetuó formas similares de sometimiento a través del convict leasing.

“No More, My Lawd” es un llamado colectivo desde la desesperanza, pero también una afirmación individual: nunca más volveré atrás, nunca más volveré a doblar mi espíritu.

Estas canciones de campo no son ajenas al universo del jazz. Muy por el contrario, conforman sus raíces más profundas. Del lamento a capela de Wallace al grito libertario del saxofón de Albert Ayler, hay una línea continua de expresión emocional y cultural que atraviesa géneros.

El jazz, en su esencia más auténtica, es también un grito de libertad. Y estos spirituals, grabados en contextos de encierro, funcionan como proto-manifiestos de esa búsqueda. Las inflexiones vocales, el fraseo arrastrado, los silencios cargados de tensión: todo eso anticipa estéticamente lo que el jazz desarrollaría más adelante como discurso musical autónomo.

Escuchar a Henry Jimpson Wallace no es solo un acto arqueológico; es también una experiencia moral. En tiempos donde el jazz se estudia, se academiza y se exporta, estas voces nos recuerdan su dimensión humana, ancestral y social.

El legado de Wallace no está en un escenario ni en un disco editado. Está en esa grabación, en esa plegaria rasgada por el dolor, en esa nota que flota por encima del trabajo forzado, del encierro y del olvido. Es una voz que no canta para entretener, sino para sobrevivir.

Y en ese acto —tan íntimo como colectivo— encontramos una de las expresiones más puras y profundas del espíritu que nutrió al jazz desde su origen.

Por Marcelo Bettoni

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