Gil Evans y el laboratorio sonoro del noneto

 

Gil Evans y el laboratorio sonoro del noneto

En la encrucijada del jazz moderno, entre el vértigo del bebop y la decadencia de las big bands, un grupo de músicos encontró refugio y revolución en un pequeño apartamento neoyorquino. Corría el año 1948 cuando Gil Evans, un arreglador canadiense de oído exquisito y sensibilidad orquestal, abría las puertas de su departamento en la calle 55 Oeste de Manhattan. Lo que allí sucedió fue más que una serie de ensayos: fue el nacimiento de una estética. Fue el jazz pensando en voz baja.

Evans, conocido por sus refinados arreglos para la orquesta de Claude Thornhill —una de las big bands más experimentales del período de guerra—, no era un improvisador nato ni un habitual de los clubes de la calle 52. Su contribución fue de otra índole: organizar el sonido, modelar la textura, diseñar estructuras armónicas que dieran aire y profundidad a la música. En su casa se reunían músicos inquietos, muchos de ellos jóvenes y con trayectorias por construir: Miles Davis, Gerry Mulligan, John Lewis, Lee Konitz, J.J. Johnson, Gunther Schuller, entre otros. Cada uno aportaba ideas, partituras, influencias. Todos compartían una misma inquietud: el deseo de escapar del exceso de virtuosismo y velocidad que dominaba el bebop, buscando una música más medida, más cerebral, más abierta al color.

Así nació el noneto, un ensamble de nueve instrumentos cuya formación era todo menos convencional: trompeta, trombón, saxo alto, saxo barítono, corno francés, tuba, piano, contrabajo y batería. La elección de incluir instrumentos "clásicos" como el corno y la tuba respondía a una intención clara: lograr una paleta sonora más rica, menos estridente, capaz de crear planos superpuestos, como en una orquesta de cámara. Los arreglos —firmados por Evans, Mulligan y Lewis principalmente— eran sobrios, elegantes, deliberadamente organizados. En vez de girar en torno a un solo protagonista, los temas se construían como un tapiz donde cada instrumento tenía un rol funcional y expresivo.

Entre enero de 1949 y marzo de 1950, ese noneto grabó doce temas distribuidos en tres sesiones. Esas grabaciones fueron publicadas más tarde, en 1957, bajo el título "Birth of the Cool", un nombre que capturaba con precisión su atmósfera introspectiva y sofisticada. Aunque en su momento pasaron algo desapercibidas, con el tiempo se convertirían en un manifiesto estético: el punto de partida del llamado cool jazz, especialmente en la Costa Oeste, y un antecedente directo del tercer stream, esa fusión ambiciosa entre jazz e ideas de la música clásica.

Pero este gesto de ruptura estética tuvo también un trasfondo social y económico. A mediados de los años 40, las grandes orquestas que habían dominado la era del swing comenzaron a disolverse. Los motivos eran múltiples: los altos costos de mantener formaciones numerosas, el auge de los combos pequeños del bebop, la expansión de los medios de comunicación (radio, discos) que reducían la necesidad de música en vivo, y sobre todo, un conjunto de medidas fiscales que golpearon la actividad nocturna.

Una de ellas fue la infame "cabaret tax", impuesta por el gobierno de Estados Unidos en 1944. Esta ley gravaba con un impuesto adicional a los locales que ofrecieran música en vivo y permitieran el baile, lo que desincentivó a muchos clubes a contratar grandes bandas. Aunque la Ley Seca había terminado en 1933, persistían todavía controles locales, licencias restrictivas y un clima de represión hacia ciertos ámbitos del entretenimiento nocturno, especialmente aquellos frecuentados por comunidades afroamericanas.

En ese contexto de crisis, el apartamento de Gil Evans funcionó como una alternativa independiente, casi subterránea, donde la creación se alejaba de los escenarios comerciales. No era un estudio de grabación, ni un salón de baile, ni un club. Era, más bien, una incubadora de ideas musicales, un espacio de camaradería, estudio, escucha atenta y libertad creativa. Allí se analizaban partituras de Ravel, se discutían conceptos formales, se probaban combinaciones tímbricas nuevas. Era el jazz pensado con paciencia, sin urgencias comerciales ni coreografías del show business.

El impacto de esa experiencia fue profundo. No sólo por lo que significó para Miles Davis, que encontró allí un camino alternativo al bebop, sino porque marcó una forma de pensar el jazz más allá de los formatos establecidos. Evans no era simplemente un arreglador: era un arquitecto del sonido, capaz de imaginar paisajes musicales con la precisión de un compositor sinfónico, pero con el pulso rítmico del jazz. Su posterior asociación con Miles daría lugar a algunas de las obras más ambiciosas del género: Miles Ahead (1957), Porgy and Bess (1958), Sketches of Spain (1960), verdaderas sinfonías en miniatura que expandieron las fronteras estilísticas del jazz.

En retrospectiva, el noneto fue más que una agrupación puntual: fue una declaración de principios. En una época donde el virtuosismo vertiginoso parecía imponerse como norma, Gil Evans y su círculo propusieron otra forma de escucha: más matizada, más colaborativa, más reflexiva. En lugar de confrontar el presente con nostalgia, lo enfrentaron con innovación tímbrica, inteligencia formal y espíritu colectivo.

En tiempos de crisis, el jazz se volvió laboratorio. Y en ese laboratorio, Gil Evans fue su alquimista silencioso.

Por Marcelo Bettoni

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