Democracia en marcha: las bandas estadounidenses como modelo cívico y musical
Desde sus orígenes en los siglos XVIII y XIX, las bandas de música en los Estados Unidos no se limitaron a cumplir funciones artísticas, ceremoniales o militares. En realidad, muchas de ellas operaron como auténticos laboratorios cívicos, espacios donde se ensayaban —nota a nota— los principios fundamentales de la democracia. En una nación todavía en construcción, donde la noción de ciudadanía se hallaba en plena gestación, estas agrupaciones ofrecieron modelos tangibles de participación, cooperación y deliberación colectiva.
Bajo los uniformes
marciales y las partituras patrióticas, latía algo más que música: un sistema
de organización interna que, en muchos casos, replicaba los ideales
republicanos. Lejos de una estructura vertical, numerosas bandas comunitarias y
semi-profesionales que proliferaron entre 1840 y 1940 se gobernaban de manera
colegiada. Sus integrantes redactaban estatutos, votaban sus reglamentos,
elegían autoridades y decidían por mayoría. Así lo demuestran documentos
conservados en instituciones como el Smithsonian o el Center for American
Band History Research de la Universidad de Michigan.
Un caso paradigmático
es el de la Union Band of Maryville
(Ohio), que en su acta fundacional de 1863 comenzaba con un solemne "We
the undersigned...", eco directo del preámbulo de la Constitución
estadounidense. También resulta revelador el modelo impulsado por T. H. Rollinson, compositor y director
del siglo XIX, quien propuso un "modelo constitucional" para bandas
de Estados Unidos y Canadá que incluso contemplaba la posibilidad de remover al
director por votación calificada. En estos entornos, el liderazgo no se
imponía: se negociaba.
Incluso figuras de
renombre como John Philip Sousa
o P. S. Gilmore, célebres por su
autoridad sobre bandas profesionales, no estuvieron exentos de tensiones
internas. Sousa llegó a afirmar que, en la república estadounidense, “el
individuo es la institución”. Su pieza Good Bye (1892), en la que los
músicos abandonan el escenario dejando al director solo, puede leerse como una
irónica parábola musical sobre los límites del poder autocrático, incluso
dentro del ámbito artístico.
Estas dinámicas no
pertenecen únicamente al pasado. En bandas escolares y universitarias
contemporáneas persisten tensiones similares entre autoridad y autonomía
colectiva. Basta recordar el caso de la Walpole
High School Band (Massachusetts, 1987), que decidió por votación no
tocar más en partidos de fútbol ante el maltrato del público. O el de la
irreverente scatter band de la
Universidad de Virginia, que desafió a la administración en defensa de la
libertad de expresión. En todos estos ejemplos, la dimensión cívica del hacer
musical sigue viva.
Desde una mirada más
amplia, puede pensarse a las bandas como verdaderas pedagogías de la ciudadanía. Si bien participaban en actos
patrióticos, sus decisiones eran colectivas: qué tocar, cuándo y cómo hacerlo.
La democracia no era un discurso abstracto, sino una práctica cotidiana. Y en
un país marcado por guerras, migraciones masivas y fuertes conflictos sociales,
estas agrupaciones contribuyeron a construir comunidad y a ensayar formas más
inclusivas de participación.
Este recorrido invita
a repensar también otras formas musicales comunitarias, como el jazz. Aunque
nacido en contextos distintos —urbanos, afroamericanos y espontáneos—, el jazz
compartió con las bandas ese espíritu de horizontalidad. Las jam sessions,
la toma de decisiones en tiempo real, la escucha activa y el reconocimiento del
aporte individual dentro del grupo funcionan como analogías sonoras de la
praxis democrática. Así como las bandas representaban una república en
miniatura, los combos de jazz encarnaban una utopía de diálogo, libertad y
creatividad colectiva.
En un presente marcado
por la desafección política y el cuestionamiento de las formas tradicionales de
representación, la historia de las bandas estadounidenses nos recuerda que el
arte puede ser un espacio fértil para imaginar nuevas formas de convivencia. A
veces, las mejores lecciones de ciudadanía no provienen de un tratado político,
sino de un ensayo, una marcha… o una improvisación colectiva.
Por Marcelo Bettoni – Basado
en una investigación de Bryan Proksch
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