Del violín a la síncopa: la música de baile afroamericana como expresión de libertad y transformación social (siglos XIX–XX)
La música de baile
afroamericana ha sido mucho más que una forma de entretenimiento: fue y sigue
siendo una poderosa herramienta de resistencia, afirmación identitaria y
transformación social. Desde los primeros músicos esclavizados que utilizaban
el violín como medio para obtener libertad, hasta las orquestas que definieron
el ragtime y prefiguraron el jazz, esta música ha servido para redefinir el
cuerpo, el espacio social y las relaciones raciales. Su evolución es el reflejo
vivo de las tensiones, conquistas y expresiones de una comunidad históricamente
marginada.
En el siglo XIX,
muchos afroamericanos esclavizados encontraron en la música una forma de
subsistencia y, en algunos casos, de emancipación. Violinistas negros recorrían
el sur de Estados Unidos ofreciendo su arte en fiestas y reuniones sociales.
Aunque la mayoría eran músicos anónimos, algunos alcanzaron notoriedad: como el
personaje del violinista en Roots de Alex Haley, símbolo de la música
como forma de agencia y liberación personal.
La música de baile era
una de las pocas profesiones cualificadas abiertas a los afroamericanos. Como
cocineros o mayordomos, los músicos eran contratados como sirvientes, vestidos
con librea o esmoquin: elegantes, valorados, pero aún subordinados. Esta
ambigüedad marcó el inicio de una larga tradición en la que la música negra
ingresaba a espacios blancos, aunque bajo condiciones de desigualdad.
Frank Johnson, músico
negro libre de Filadelfia, fue una de las excepciones. A comienzos del siglo
XIX, convirtió baladas sentimentales en piezas bailables como gigas y country
dances, incorporando elementos de la tradición afroamericana. Su gira por
Londres y su actuación ante la reina Victoria —quien le obsequió una corneta de
plata— revelan el potencial internacional de esta música nacida en los
márgenes.
Johnson fue un
pionero: sofisticó el repertorio, adaptó estilos y logró que la música
afroamericana alcanzara espacios de prestigio. Su legado prefigura el papel
clave que jugarían músicos como James Reese Europe en el siglo XX.
Hacia fines del siglo
XIX, los salones de la élite eran dominados por bailes formales como la
quadrille o el lancer. El vals, aunque más íntimo, aún limitaba la libertad
corporal. Pero con la aparición de pistas de baile en restaurantes y cabarets,
emergieron nuevos estilos conocidos como “bailes de animales” —el trote del
pavo, el oso pardo, el abrazo del conejito— que introdujeron movimientos más
libres y sensuales.
Estos bailes
permitieron a las mujeres liberarse del corsé y explorar el cuerpo como forma
de expresión personal. La aparición del fonógrafo facilitó el aprendizaje en el
hogar, democratizando el acceso a la cultura del movimiento. El baile dejó de
ser exclusivo de los jóvenes solteros y se volvió una actividad compartida por
parejas, redefiniendo normas sociales y de género.
Vernon e Irene Castle
fueron figuras clave en la difusión de estos nuevos bailes entre la clase media
blanca. Su estilo elegante y refinado “limpiaba” los aspectos considerados
vulgares por la mirada hegemónica. Irene Castle, en entrevistas, reconocía —con
un sesgo racista— el origen afroamericano de danzas como el shimmy shake,
que calificaba de “crudo” y “primitivo”, y que a su juicio debía ser
“suavizado” para entrar en los salones.
Este proceso de
apropiación cultural y blanqueamiento revela cómo la música y el baile
afroamericanos fueron estilizados y comercializados para públicos blancos,
mientras se mantenía una distancia simbólica con sus raíces. Aun así, la música
que acompañaba esos bailes —especialmente el ragtime— mantenía su esencia
sincopada, vital y subversiva, alterando físicamente a los oyentes y desafiando
las normas del ritmo europeo.
Por Marcelo Bettoni
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