Herbie Hancock: El arte de romper las reglas
Herbie Hancock: El arte de romper las reglas
Cuando Herbie Hancock
se incorporó al quinteto de Miles Davis en 1963, no era simplemente un joven
prodigio: era un músico con una madurez sorprendente, capaz de conjugar la
sofisticación del hard bop con la libertad del jazz de vanguardia. A sus 23
años, Hancock ya había grabado dieciocho discos, trabajado con figuras como
Donald Byrd y Eric Dolphy, y desarrollado un lenguaje pianístico propio que
desafiaba los cánones establecidos.
Su formación clásica
—incluyendo una temprana interpretación de Mozart con la Orquesta Sinfónica de
Chicago a los once años— coexistía con su pasión autodidacta por el jazz,
iniciada en su adolescencia al transcribir solos de Oscar Peterson y George
Shearing. Pero lo que distinguía a Hancock no era solo su virtuosismo técnico,
sino su sensibilidad armónica y su constante búsqueda de nuevos caminos
sonoros.
Influenciado por los
arreglos de Clare Fischer y Robert Farnon, Hancock incorporó una paleta
armónica expansiva que, combinada con su interés por la superposición métrica y
textural, lo convirtió en un revolucionario del piano jazz. Su experiencia con
Eric Dolphy fue clave en este sentido. En lugar de seguir estructuras armónicas
fijas, Dolphy le propuso algo más radical: tocar lo que quisiera. Esta simple
pero poderosa invitación impulsó a Hancock a romper con sus propias
limitaciones y explorar nuevas dimensiones de ritmo, armonía y melodía.
Ya en sus primeras
grabaciones como líder, como Takin’ Off (1962) y My Point of View
(1963), pueden encontrarse los elementos germinales de su estilo: la
improvisación motívica, la articulación dinámica de frases, la riqueza
textural, y un sentido del clímax narrativo que va de las líneas simples a la
armonización a dos manos. Obras como “Watermelon Man” no solo lo acercaron al
público, sino que mostraron su habilidad para fundir el groove del jazz funky
con estructuras más sofisticadas, preludiando piezas futuras como “Maiden
Voyage” y “Dolphin Dance”.
Pero fue en el
quinteto de Miles Davis donde Hancock desplegó plenamente su lenguaje. Su
contribución ayudó a redefinir la función de la sección rítmica en el jazz
moderno: dejó de ser un mero sostén para convertirse en una entidad
interactiva, flexible, capaz de dialogar de igual a igual con los solistas. Sus
intervenciones no eran simples acompañamientos, sino propuestas armónicas y
rítmicas que abrían nuevos espacios de libertad.
En entrevistas
posteriores, Hancock explicaba que su objetivo era que la música “fluyera”, que
las ideas se superpusieran en lugar de encadenarse de manera mecánica. Esta
noción de superposición —tanto armónica como métrica— se volvió central en su
estética, permitiéndole disolver los límites entre estructura y libertad, entre
tensión y resolución.
Las composiciones de
su primera etapa, muchas de las cuales fueron retomadas o desarrolladas junto a
Davis, muestran su inclinación por las cuartas suspendidas, las armonías
móviles sobre pedales y las texturas abiertas. Estos elementos no eran meros
recursos técnicos: eran signos de una concepción musical en la que el
movimiento, la ambigüedad y la posibilidad de transformación constante se
convertían en ejes del discurso.
Hancock es un
arquitecto del jazz contemporáneo. Su capacidad para integrar influencias diversas,
su disposición a rompiendo reglas, y su oído infalible para lo expresivo, lo
colocan en una línea directa con los grandes innovadores del género. Como él
mismo dijo, quizás lo que le atrajo a Davis fue su actitud: una mezcla de
humildad, apertura y audacia.
Esa combinación sigue
resonando en cada acorde suspendido, en cada progresión inesperada, en cada
silencio cargado de intención. En la historia del jazz, Herbie Hancock
representa la voz de quien no teme lo desconocido —porque sabe que ahí es donde
comienza la verdadera música.
Por Marcelo Bettoni

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